viernes, 9 de marzo de 2018


DOMINGO IV CUARESMA (B)


EVANGELIO  (Jn 3,14-21.)


En aquel tiempo dijo Jesús a Nicodemo: -Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna.

Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no será condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.

Esta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.

REFLEXIÓN

El centro de las lecturas de este domingo es el amor de Dios. En la primera Lectura, ese amor provoca la liberación de los judíos desterrados en Babilonia. En la segunda Pablo habla: “Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó…” En el evangelio, Juan escribe: “De tal manera amó Dios al mundo que le entregó a su hijo único”. Ese amor de Dios se manifiesta perdonando y al mismo tiempo, requiere una respuesta de parte nuestra.

El texto del segundo libro de las Crónicas, de la Primera Lectura, refleja una época difícil. El pueblo, después del destierro, debe comenzar la reconstrucción del país. Lo primero es animar la fe y la esperanza en un futuro mejor. Para ello, el autor hace memoria del pasado en el que hubo maldades, pecados, infidelidades, injusticias…., que desembocaron en una derrota militar y en un largo exilio en Babilonia. Pero, no todo fue malo en esa historia pasada. Entre las cosas buenas hay que destacar la intervención de Dios para que el destierro terminara y pudieran volver a casa. Del pasado también pueden aprender la presencia permanente del Señor, que no les abandonó nunca, ni siquiera cuando estaban empeñados en la práctica del mal.

En cuaresma revisamos nuestra historia y situación, marcada, a veces, por el mal, por nuestros pecados de acción u omisión Y esto nos lleva, como a los israelitas, a situaciones tensas, a enfrentamientos, a convivencias difíciles… Hemos de renunciar al mal. Pero, recordemos también su presencia en nuestra historia, el perdón que  nos ha ofrecido el Señor y acojámonos a él.

En la segunda lectura de la Carta a los Efesios, san Pablo explica que la salvación es un don de Dios que se acoge con infinito agradecimiento, y que no es el resultado de nuestras acciones humanas. Este amor de Dios espera una respuesta, que se concreta en la fe y en la práctica de las buenas obras.

El texto del Evangelio pertenece al diálogo de Jesús con Nicodemo. Enfoca el tema del amor y perdón de Dios de forma universal.  No habla del amor de Dios al pueblo de Israel, sino a todo el mundo y que le cuesta la muerte de su propio hijo. Además, el evangelio subraya mucho la respuesta humana: ese perdón hay que aceptarlo mediante la fe, reconociendo a Jesús como Hijo de Dios y salvador. Lo que implica un gran acto de humildad, porque obliga a reconocer tres cosas:

a) que soy pecador, cosa nada fácil de reconocer.

b) que no puedo salvarme a mí mismo, el origen de la salvación es el amor de Dios, que tiene la iniciativa y que nos entrega a su propio Hijo.

c) que es otro, Jesús, quien me salva; nosotros nos apropiamos de la salvación o la rechazamos mediante la fe-incredulidad  en Jesús, el Enviado de Dios.

Esa es la Buena Nueva: que Dios nos ama a todos. No nos condena: Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. 
En el contexto de la cuaresma, que se presta a subrayar el aspecto del pecado y del castigo, la liturgia nos recuerda una vez más que nuestra fe se basa en una “buena noticia” (evangelio), la buena noticia del amor de Dios. Nosotros debemos reconocer  que todo es don de Dios y no mérito nuestro, y que debemos responder con fe y dedicándonos “a las buenas obras” que él nos ha asignado.

S.M.R. 

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