miércoles, 19 de septiembre de 2018


DOMINGO XXV T.O. (B)
Mc 9,30-37

En aquel tiempo instruía Jesús a sus discípulos. Les decía: El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará.
Pero no entendían aquello, y les daba miedo preguntarle. Llegaron a Cafarnaúm, y, una vez en casa, les preguntó: ¿De qué discutíais por el camino?
Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: -Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos. Y acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado.

REFLEXIÓN

Como cada domingo hemos escuchado la Palabra de Dios  y ahora reflexionamos sobre su contenido y enseñanza.

La primera lectura, tomada libro de la Sabiduría, nos dice que el comportamiento del justo resulta incomodo y puede ser atacado por quienes han optado por el camino del mal, porque su conducta constituye un duro reproche para ellos. Este texto nos ayuda a comprender la muerte que Jesús anuncia en el evangelio, y quiere alentar al justo que procede honradamente; sobre todo, cuando experimenta esa prueba del rechazo y la crítica de los que opinan y actúan de otro modo y piensan en afrentarle, torturarle, incluso en su destruirle. Cuando nos veamos en esas circunstancias mantengamos nuestra fidelidad, no tengamos miedo, Dios está con nosotros. No nos abandona. 

La segunda lectura es del apóstol Santiago. Hoy nos hablaba de que lo que destruye la convivencia  son las envidias, las rivalidades, las discordias, que surgen dentro de la comunidad cristiana, que el autor de la carta atribuye al deseo de placer, la codicia y la ambición. Cuando, como los apóstoles según el evangelio de hoy, discutimos sobre rangos, categorías y sobre quien es el más importante, echamos leña al fuego de la discordia en la comunidad.

El relato del evangelio de hoy presenta el segundo anuncio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús. Como le pasó a Pedro, en el primer anuncio, los discípulos siguen sin entender y mientras Jesús les habla de servicio a los demás hasta el sacrificio, ellos están enzarzados en una discusión sobre quién ocupará el primer puesto en el Reino, quién sería el más importante.

Jesús no les reprende por la pretensión de ocupar el primer puesto. Simplemente ofrece un criterio y traza un camino: “Si Alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. El afán de superación, el deseo de ser el primero, el anhelo de triunfo y éxito en la vida, parecen, en principio, aspiraciones legítimas del ser humano; el problema, normalmente, está en los medios que utilizamos para alcanzar esas metas. Jesús no dijo que dejemos de aspirar a ser los primeros, pero nos señala el único camino humano y humanizador para lograrlo: el amor entregado, el servicio.

El gesto simbólico del niño, que Jesús puso en medio para explicárselo, significa lo mismo. Únicamente que en el se acentúa lo pequeño e insignificante.

La figura bíblica del niño no es símbolo de inocencia y ternura, sino de marginación e indefensión, signo de quien carece de grandeza, de quien no cuenta. «El que acoge a uno de estos pequeños en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no es a mí a quien acoge, sino al que me ha enviado a mí». En este texto Jesús no anima a ser cariñosos con los niños, sino a recibirlos en su nombre, a acoger en la comunidad cristiana a los que el mundo tiene por insignificantes y carecen de grandezas, como los niños. Y esto es tan revolucionario como lo anterior sobre la grandeza y servicio.
 En contra de la pretensión de poder y dominio Jesús pone el servicio al desvalido, al que no cuenta. De ahí  que la imagen del niño señala la única forma se seguir y acoger a Jesús, de sentirnos salvados por Él, libres del sinsentido al que nos llevan las ansias de poder de prestigio. Cristo  ha elevado a la categoría de un servicio prestado a él mismo y, en definitiva, a Dios, la acogida a los pequeños e indefensos.
SMR

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